Reflexión de Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú

El Obispo de Puerto Iguazú Monseñor Marcelo Raúl Martorell dice este domingo “La Palabra de Dios nos propone meditar sobre la virtud de la humildad. Meditación por cierto oportuna porque es poco comprendida y practicada.

En el Antiguo Testamento, el libro del Eclesiástico (Eclo 3.17-18.20.28-29) nos muestra que es necesario ser humilde en nuestras relaciones tanto con Dios, como con el prójimo. Por eso dice la Escritura: “hazte pequeño en las grandezas humanas, y así alcanzarás el favor de Dios” (Ib. 18).




La humildad no consiste en negar las propias cualidades sino en reconocer que son puro don de Dios. Se sigue de esto que cuando uno tiene más “grandezas humanas” o sea es más rico en dones y talentos, tanto más debe humillarse reconociendo que todo le ha sido dado por Dios. Hay desde luego “grandezas” puramente humanas y accidentales propias de la situación que ocupa la persona en la sociedad ya sea por el cargo que ocupa, por una responsabilidad pública, etc. No es raro el hombre tienda a hacer de éstas un timbre de honor, un pedestal desde el cual se levanta sobre los demás y los mira por encima del hombre.



La Escritura nos dice: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán” (Ib.17). Así como la humildad atrae el amor, también hay que decir que la soberbia lo espanta. Los orgullosos son aborrecibles a todos. Si el hombre deja arraigar en sí la soberbia ésta se hace como una doble naturaleza de modo que al actuar en la vida diaria no se da ya cuenta de su malicia y se hace incapaz de enmendarse.



Es por esto que Jesús rechaza todo tipo de soberbia y toda forma de orgullo, dejando ver la profunda vanidad de estas actitudes. Para brindar esta enseñanza aprovecha la ocasión en que un fariseo lo invita a cenar. Jesús veía que los invitados se precipitaban a ocupar los primeros puestos (Lc. 14,1,7-14) y Jesús rechaza esta actitud. ¿Acaso un lugar o puesto en la mesa de invitados puede hacer a un hombre mayor o menor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a confundir su pequeñez con la dignidad del puesto que ocupa. Por otra parte, tengamos presente que esto lo expone a más fáciles humillaciones pues no faltará quien se lo haga notar. Esto es lo que enseña Jesús cuando dice: “cuando te inviten ve a sentarte en el último puesto … porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Ib 10-11).



Esto puede parecer algo muy elemental. Sin embargo la vida de muchos –incluso que son cristianos- se reduce a una carrera hacia los primeros puestos. Y no le faltan motivos para autojustificarse ya en nombre de hacer el bien, del apostolado y hasta buscando “la gloria de Dios”. Pero que si fueran capaces de examinarse a fondo descubrirían que se trata solamente de vanidad humana.



Jesús en el Evangelio invierte por completo la mentalidad corriente. Las personas llenas de espíritu mundano invita a sus fiestas a las personas que lo honran por su dignidad o de las que puede esperar sacar algún provecho, conducta que se inspira en la vanidad y el egoísmo humanos. El discípulo de Cristo debe obrar al revés, no hacer distinción de personas e invitar a los más pobres, lisiados, cojos y ciegos, o sea, a gente necesitada de ayuda e incapaz de pagar lo recibido. De este modo podrá sentirse feliz porque recibirá su paga en el Reino de los Cielos.



Es casi imposible cambiar la mentalidad de los hombres en este punto si no se está convencido de que los valores son verdaderos solamente en la medida en que se ordenan a los valores y bienes eternos y que la vida terrena no es más que una peregrinación hacia la Ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial en donde los justos –los humildes y caritativos- están inscriptos en el cielo (Heb. 12, 22-23) tal como lo dice la segunda lectura de este domingo”.

Marcelo Raúl Martorell Obispo de Puerto Iguazú